EL LUTIER (VERSIÓN EN ESPAÑOL)

En aquella fría noche madrileña, Don Juan Carlos era el único cuerpo viviente caminando por el oscuro callejón. Siendo muy tarde, asimismo le pareció necesario volver a su taller para terminar un encargo especial antes del amanecer.

Pese los callos en sus manos y una jubilación colgándose de su espalda, aun así había decidido instalarse a trabajar en Madrid. Trajera consigo la añoranza del mar mediterráneo y los sabores del garbanzo al estilo andaluz.

Su intimidad con la madera y el aguzado oído para los instrumentos musicales fueron traspasados naturalmente por su abuelo paterno. Se decía, en todas las provincias de Andalucía, que los Castillos engendraban los mejores lutieres de España. Por aquello la gente copuchaba que sus esposas se preocupaban que se nacieran muchos hijos varones, a lo mejor para la perpetuidad de los excelsos artesanos.

Don Juan Carlos entró en su taller, prendió las luces y caminó hacia la mesa principal. En aquella sala las repisas estaban repletas de herramientas, plantillas de guitarras y un sugerente olor al aserrín.

Aunque muy experimentado en el arte de la luteria, por primera vez algo lo tenía un poco preocupado.

Hace un mes había recibido un pedido para la construcción de una guitarra flamenca para un famoso concertista oriundo de Granada. Su intuición le decía que el músico no solo se fijaría en la elección de los buenos cedros, abetos y ciprés, pero a él le importaría saber si el artesano cumpliría con el desafío de transformar palos macizos en sensaciones y emociones del alma gitana.

Todo pareciera estar adecuado, pero la opinión de su cliente es lo que indicaría que todo estaría dicho.

Se sentó en una silla para descansar cuando dio un salto asustándose al escuchar tres golpes en la puerta del taller. Sin moverse vio como la puerta se abrió y a pasos firmes entró el guitarrista Miguel Ramírez.

Miguel Ramírez (hombre esbelto, pelos largos, vestido con pantalones negros y camisa de seda blanca) miró fijamente a los ojos del artesano. Ni siquiera lo saludó, pues los hombres como él solo ocupaban la boca para los murmurios del romaní y sus oídos para el lamento de una guitarra.

Ramírez no caminaba, deslizaba con su zapato de tacos por el pequeño taller, arrastrando con los pies el aserrín de semanas de arduo trabajo. Don Juan Carlos tampoco quiso decirle nada, apenas le apuntó con las manos la guitarra, y con un tímido gesto le indicó que él podría certificarse de la calidad de su trabajo.

Cerrando sus ojos Miguel Ramírez abrazó delicadamente el instrumento, contemporizando un matrimonio monógamo. Con la punta de los dedos lo acariciaba como si fuera el cuerpo de una bella doncella perfumada de claveles. El olor de la madera lo llevaba al más puro estado de éxtasi e inspiración. Inmediatamente el guitarrista empezó con un rasgueado flamenco.

Don Juan Carlos, sentado y enmudecido, desfrutaba al constatar que la materia prima por fin alcanzaba su plenitud artística en los dedos de aquel gran músico.

Súbitamente las luces se apagaran, el taller se escureció y apenas la ampolleta que estaba en el techo arriba del guitarrista siguió prendida. Pronto todo se transformara en el escenario de algún pequeño teatro de Sevilla.

Frente a los ojos de Don Juan Carlos, que oía la pasión y la intensidad de los sonidos gitanos, apareció una bailarina de mirada huraña, castañuelas en mano, falda roja y flores en el pelo. Al otro lado del tablado el canto nostálgico y el toque de dedos y palmas de algunos músicos. Comúnmente en los espectáculos ellos solían acompañar el compás de tres tiempos de la guitarra de Miguel.

El zapateado flamenco, como no tenerlo allí, si el piso del taller era hecho de la pura Acacia Europea. ¡Música, canto, baile, palmas, zapateado, castañuelas...OLÉ!

Cuando Miguel Ramírez dejó de tocar la guitarra, Don Juan Carlos presenció como todas las luces del taller volvieran a prenderse. El artesano se convenció de que allí no había nadie más que el músico y su propia presencia.

Miguel le sonrió. Era una señal clara de que el instrumento estaba esplendido, inigualable, magnífico y sublime.

- ¿Puedes decirme cuantas pesetas le debo?

- ¡ Usted no me debe absolutamente nada, señor Ramírez!

- Vale.

El guitarrista guardó la reliquia en su caja y salió por la puerta sin despedirse.

La luz del sol que entraba por la ventana despertó a Don Juan Carlos. Tanto había sido el cansancio que el pobre artesano no se diera cuenta que había pasado la noche durmiendo en la silla. Se levantó mirándose a un pequeño espejo en la pared, fregándose las manos en los ojos y sediento por una taza de café cortado.

Seguía un poco atolondrado. Volvió a sentarse en la silla cuando dio un salto asustándose al escuchar tres golpes en la puerta del taller.

Nota: O conto “O Luthier” cumpriu seu primeiro aniversário. Foi criado originalmente em Língua Portuguesa e publicado em 29/03//2011. Nesta versão em espanhol se manteve o eixo central da trama, porem a historia sofreu adaptações nas cenas e na composição dos personagens. Trata-se de um texto completamente de ficção, não existindo os indivíduos ou família aqui mencionada.

Millarray
Enviado por Millarray em 29/03/2012
Reeditado em 08/04/2012
Código do texto: T3583132
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