CARTAS Y DISNEA

“No podré visitarlo en esas vacaciones. Perdóname”. Fue así que terminé la última carta que envié al Sr. Echeandría. Él ya no estaba con la salud en buenas condiciones, el enfisema ya se lo había consumido su pulmón por cuento de los cuarenta y cinco años dedicados al tabaco y, sin siquiera, hacerlo conocido al médico. Fueron doce epístolas que trataban de cumplir lo que le había prometido, mantener contacto mismo después de salir de mudanza para Lima.

Señor Echeandría era un hombre ya muy vivido, aquél de los cuales ya pasó por los más difíciles cambios, los más difíciles momentos y vicisitudes de la vida. Tuvo cinco hijos, siendo que ningún de ellos quiso vivir y siquiera mantener contacto después de él haber perdido toda su fortuna en juegos, y por cuenta de eso, su mujer lo dejó en una noche en que había salido al casino, yendo para Santiago de Chile, para la casa de su madre, que ya desde el inicio no era a favor del matrimonio de los dos, así me lo contó.

Lo conocí en una noche, después de un día fastidioso y malogrado, por no encontrar trabajo y por permear en mente la posibilidad de haber que volver a la casa de mis padres en Cuzco, y escuchar el mismo sermón de que necesito casarme, ser director de una grande empresa y poseer coches y residencias en La Punta.

En esa noche, llegué a la puerta de mi departamento cuando escuché un silbido venido del departamento sitiado inmediatamente al lado. El sonido casi interminable vino acompañado de un romper de tazas en el suelo y un estruendo fuerte de sillas y mesas. No pensé dos veces y adentré, por lo cual encontré al hombre casi muerto después de un ataque de disnea por cuenta de los muchos cigarrillos que en la vida lo hizo calmarse. Me quedé allí hasta que después de varios minutos el viejo se recompuso, luego que los médicos llegaron por cuenta de mi llamado, pues, no sabía qué hacer.

Ya recuperado, tuve que aguantar el hombre intermitentemente dándome gracias por lo haber salvado. A mí ya me estaba molestando estar allí oyendo, pero, después de ver un hombre de negro llegando a la puerta y regresando luego de haberme visto, me hizo despertar del marasmo que estaba viviendo en aquél departamento. No quiso preguntar al hombre si lo conocía, pues, tal vez pudiera ser un cobrador o algún curioso, más, su rostro no me parecía de alguien que quería solamente saber lo que había pasado allí o ir en aquella hora cobrar algo.

El día siguiente transcurro igual a los demás, sin trabajo y con el pesadillo de volver a casa de mis padres recorriendo mi mente, hasta que llegué a mi casa y vi todas mis cosas, o mejor, todas mis pocas cosas rotas y de patas arriba. Pensé ser un robo, pero, todo estaba allá, pero, rotas y de patas arriba. Mirando las cosas y al llegar a mi habitación, percibí que no estaba sólo. Cogí en las manos el objeto más pesado y cortante que encontré. Mi corazón casi salía por la boca, nunca pasé por una situación como esa de tener mis cosas rotas y haber un bandido en mi casa. Entré en la habitación y, luego de ver un hombre sentado cerca del escritorio, fui en dirección de él para golpearlo, hasta que percibí que lo conocía.

- ¡¿Qué haces aquí?! ¡¿Por qué hizo eso en mi casa?! Yo le ayudo y ¿es así que me retribuye? – advertí al viejo que en el día pasado salvé de la muerte.

- ¡Tú has que salir de aquí! – me dijo el señor Echeandría ya con el rostro tomado por el pavor.

- ¡No sabes que dices! – grité, indignado a punto de golpearlo, y dejarlo en una situación peor de la que lo encontré en el otro día.

- ¡Tú has que salir de aquí! – repitió una vez más.

En ese momento sentí que el viejo estaba amedrentado y que yo realmente debería salir lo más rápido que pudiera. Pero, ¿por qué? y ¿para dónde? Me preguntaba y no quiso guardar el cuestionamiento, pero, como tuve que salir, dejé que el Sr. Echeandría me dijera después, por lo que él también iba acompañarme, o mejor, iba a llevarnos a algún sitio seguro, pues yo no comprendía lo que pasaba y no sabía adónde ir.

Salimos rápidamente y en el camino le pregunté, y le pedí sinceridad para contarme lo que ocurriera. El viejo dio un respiro largo, y empezó:

- En aquél día cuando tú me ayudó del malestar, unos hombres intentaron matarme.

- ¿Y por qué te lo harían eso? – pregunté.

- Por qué fui testigo de un asesinato – me contestó.

- ¿De quién? ¿Quién mató y quién murió? – indagué, curioso para saber lo que había ocurrido.

- Es una larga historia. Te la cuento en otro momento, con más calma. Ahora, dejemos eso y caminemos antes que nos encuentren.

En aquella noche casi no pude dormir, pensando que, por haber salvado la vida del señor, había impedido de que hubiese una quema de archivo, pues, el señor Echenadría sabía más que lo necesario. Me contó que vio a un hombre matando a una mujer. Pasé la noche intentando acordarme de ese caso, si los periódicos publicaron esa noticia, pues, con alguna frecuencia, me quedaba parado en los estanquillos leyendo las novedades y buscando alguna oportunidad de trabajo.

Nos quedamos en aquella casa unos cuatro días. Era una casa cerca del departamento de Rímac, una región olvidada por el ayuntamiento. Luego de esos cuatro días, fuimos visitados por los mismos atacantes que intentaron matar Echeandría y que quebraron mi departamento. Ya era casi 9 de la noche, estábamos comiendo lo que había sobrado de un restaurante cercano y que nos había vendido la comida por un precio abajo de la mitad, pues, la comida no sería aprovechada. Ellos llegaron rápidamente y empezaron a disparar en contra la casa. Tuvimos que escondernos y salir bajados por la puerta de tras, y huir saltando para la casa del vecino. Los bandidos supieron que habíamos salido con vida y a cualquier costo, irían intentar encontrarnos.

Después de mucho escondernos por las orillas del río Rímac, decidimos separarnos. Yo tenía un largo camino hasta la zona de Las Violetas, donde se encuentra la estación de autobuses. Yo compré, con los pocos soles que tenía un pasaje para Cuzco y, mismo a contra gusto, volvería a vivir con mis padres y oír todo el santo día las quejas de mi papá. El señor Echeandría no sabía al cierto a dónde iría, me dijo que después de ver el asesinato, huía por lo menos, a cada tres meses para otra zona o departamento de Lima. Dile la dirección de la casa de mis padres, para que, así que se estabilizase, me contactase.

En medio a las lamentaciones de mis padres y del penoso en el depósito de una empresa de logística, enviaba cartas al señor Echeandría, que, después del último episodio donde fuimos atacados, huyó unas tres veces más. Me preocupaba el facto de no tener seguridad de la policía y de tener sus cincuenta y seis años. Por eso, yo buscaba mantener contacto para ayudarlo en lo que necesitase. Fueron cinco cartas en dos meses después del ocurrido en que yo estaba.

Llegué a mi casa muy tarde, en ese día tuvimos que descargar dos camiones con equipamientos electrónicos después del horario de expediente. Pensé en aprovechar el tiempo antes de la cena para escribir una carta para el viejo, pues, en el día pasado había llegado una carta suya, en la cual me pedía para visitarlo en Trujillo en las vacaciones que yo tendría en un mes. Empecé a coger los papeles y lapiceros cuando encontré un pequeño sobre desconocido, que, ciertamente vino con mis cosas de Lima. El sobre no era mío. No resistí con la curiosidad y resolví leer: “¡De nada vale correr! ¡Eres un asesino, mató su mujer sumariamente. Le encontraremos aunque nos cueste años!”.

Escribí la carta y, con una mezcla de sorpresa y temor terminé: “No podré visitarlo en esas vacaciones. Perdóname. Álvaro Urteaga”.