Un corte de vida

Un corte en el dedo, un simple corte que lo estaba molestando mientras intentaba dar su clase de geografía. Se lo había cortado por la mañana, mientras desayunaba y, por estar atrasado, cuando fue a cortar el pan que su madre le envió desde Huancayo de modo descuidado. A él no le gustaba comer cosas echas con las manos, creía que podía contaminarse con alguna enfermedad. Así, le pedía a su madre que le enviase un pan por semana, muy bien embalado, pues, le parecía menos dañoso, al final, era su madre quién lo hiciera.

Vivía solo en Lima había unos doce años, pero no se acostumbraba con las metrópolis. Su vida fue en medio a las plantaciones de papas de su abuelo, aun cuando esa región no era tan habitada. Por aprender a leer y escribir muy tarde, con unos catorce años, pensó en estudiar geografía. Como la única posibilidad de estudiar sería en la capital, a los 19 años se trasladó hacia Lima, a fin de terminar el colegial y estudiar en la Universidad San Marcos.

En el día de su salida al más nuevo desafío, abrazó a su padre, su madre solamente - mismo que en este día estuviese sus tíos y primos. Alguna repulsa le pasó al apretar la mano de su tío Ángel. El sudor y la mano sucios, venidas del duro trabajo le parecieron contaminar su cuerpo y mente. No sabía porque eso le pasaba.

Asegurar el libro mientras escribía en la pizarra no le era fácil. Le parecía pesar unos veinte quilos, el polvo de la tiza parecía entrar por la herida hecha en la mañana, corría por sus corrientes sanguíneas y lo hacía delirar en torbellinos de pensamientos. Los alumnos no eran de los más comportados, pero en ese día estaban gritando en sus orillas lo haciendo desconcentrar de lo que escribía. Sus manos temblaban, casi dejando caer el libro, la tiza, su cuerpo y los pensamientos. Miraba la pizarra pero no lograba escribir una letra siquiera. Miraba el dedo y pensaba si podría salir de allí. Pero, ¿qué diría a los alumnos? ¿Qué diría al director? No sabía lo que le pasaba. Ya no sentía sus pies, ir al suelo estaba muy pronto. Le ocurrió intentar ser fuerte y seguir su clase. Giró su cabeza lentamente, como un navío hace la vuelta al salir de un puerto. No comprendía que leía. Sabía que se trataba de algo relacionado a la población de Sudamérica, mas, no hacía la decodificación de las palabras. Parecían todas iguales.

El sonido perturbador que venía de los alumnos había pasado, o mejor, ahora no escuchaba nada, sólo sentía el pulsar de su corazón en la vena del cuello. El pulsar era cada vez más lento, cómo si cada latir llevase uno o dos segundos.

El trastorno se culminaba en un dolor inmensurable en el dedo, algo que nunca lo había sentido. ¿En el dedo? ¡Sí! También no comprendía como aquél simple herimiento, algo tan pequeño podría traerle casi un colapso. Pensaba que tal vez alguna bacteria pudiera haber entrado en el momento en que hacía una cura, alguna bacteria aún no descubierta, y por su infortunio, sería el escogido para ser la víctima.

Su sensación aterrorizante no lo permitía saber cuánto tiempo estaba en aquella situación, parado, inmoble, sostenido con lo poco de fuerzas de que le restaban. Hasta que, en el silencio, posible solamente en su mente, escucha una voz femenina. No la reconocía, sólo se acordaba de la voz de su madre, como en aquellos días pasados en que ella le despertaba para ir muy temprano a una escuela muy lejos de su casa. Cómo le gustaría que fuese se madre…

Aquella voz también le parecía despertar, todavía no tenía fuerzas para moverse. Ella seguía cada vez más próxima. “!Señor Agüirre! ¡Señor Agüirre! ¿Está usted bien?”. Cada vez más cerca, la voz fue como un soplido en una fila de dominós. Primero le cayó el libro, seguido de tiza. Con las manos libres intentó arreglar las gafas que en pocos segundos también se cayeron. Hasta que de rodillas se va al suelo y, sin fuerzas para seguir así, lanza todo el cuerpo. Si tuviera fuerza, entraría en pánico por estar en un suelo sucio, con la cabeza a la merced que bacterias y gérmenes. El latir de su pecho que queda cada vez lento. Casi que como en otro mundo las personas o intentan traerle a la vida. Fred Agürre escucha alguien llamando a un médico u otra persona que lo pueda ayudar.

En un momento, muy corto, pero a él le pareció muy largo, vio a su vida como si fuera interpretada en una película. No comprendía cómo podría llegar a aquella situación. Con treinta y cinco años, y con todo el cuidado, nunca le había ocurrido algo semejante. Hasta que las últimas fuerzas vinieron del pulmón para dar el último suspiro, el último deseo, la última imagen. No acordaba quién era, lo que hacía allí, sólo una palabra, la última palabra que podría decir, casi inaudible: “VIDA…”