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TODO SEGUIRÁ IGUAL

I.

Tarde nublada. Estación del subterráneo. Un sujeto se dispone a asaltar la taquilla. Lo hace, pero gracias a la intervención del policía, sólo logra llevarse una tira de boletos. Huye.

-No comprendo por qué un acto al que podríamos llamar cotidiano, pueda tener las repercusiones que usted presume. De verdad que no lo entiendo -declara sumamente afligido el jefe de estación.

-Mire, estimado señor- habla el agente secreto dando a su voz el tono típico de quien trata con un imbécil- : ya le he explicado que la importancia de lo acontecido no sólo radica en la mísera pérdida de los pocos pesos que la venta de los boletos robados hubiese aportado. No, es algo de alcances insospechados, algo que no podría revelarle, pues ello no me ha sido autorizado y porque estoy seguro que su sencillo entendimiento sería rebasado por el contenido de mi revelación. Así que concrétese a proporcionar la información que se le pide. ¿Entendió ahora?

El jefe de estación, no teniendo alternativa, rinde un informe más que detallado del crimen, incluyendo el número de serie de cada boleto perdido.

- ¡Máquez, venga conmigo! -grita el agente secreto a su ayudante- ordene que un hombre, en cada estación del subterráneo, se instale en los pasamanos de entrada y revise minuciosamente cada boleto que pretenda ser depositado, aun cuando se trate de un boleto de reciente compra. Debemos localizar esos papeles. Proceda. ¡Ah, y recuerde que la seguridad del mundo depende en gran parte de usted.

- Señor- dice débilmente el ayudante-, ¿por qué son tan importantes esos boletos?

- ¡¿Qué?! ¡Oh, sí! Olvidé decírselo. Espero que el saberlo dé a su trabajo un estímulo considerable. Mire: el destino del planeta, de nuestra nación, lo que le va a ocurrir a usted, a mí, a nuestros hijos y a nuestros prójimos, dentro de los siguientes días, está inscrito en esos boletos; de manera que sabiendo lo que sucederá, y si se tratase de una catástrofe, podríamos estar en condiciones de evitarla. Ponga usted que se nos informe ahí que la inclinación del eje terrestre va a sufrir una dramática alteración; sabiéndolo hoy, se propagaría la voz al mundo entero y quizás recargándonos todos hacia el lado opuesto al de la inclinación podríamos neutralizarla... No me mire así, Márquez, era sólo un ejemplo. ¿Alguna duda?

- Sí, ¿quién pudo escribir tal cosa? ¿Cómo pudo saberlo? ¿Por qué tuvo que escribirlo allí?- cuestiona con ansiedad el ayudante.

- ¿Qué cree que soy, ¿acaso un adivino?! A mí sólo me fue encomendada la misión y como todo un profesional, me concretaré a llevarla a cabo, y no estaría mal que usted hiciese lo propio. Sin embargo, obscuramente oí decir que se trata de una revelación que le fue hecha a alguien. No me pregunte a quién, porque no lo sé.

II.

Aun cuando las protestas más detestables de los usuarios del subterráneo hacen dudar de su honorable vocación a los servidores públicos encargados de la revisión de los boletos, éstos, inventando toda suerte de pretextos de acuerdo a sus respectivas naturalezas, continúan con su labor. Márquez no reconoce ya su suerte. Va de una estación a otra con las prendas de su vestimenta cada vez más fuera de lugar. En una opaca habitación, el agente secreto, con un largo vaso en la mano y la mirada en el televisor, comenta a una mujer que, incesante, se mueve a su lado:

- Y pensar que toda esta gente que ríe y se aprieta ignora que su vida está en inminente peligro; que el horror y la locura les esperan , tal vez, a la vuelta de la esquina, mañana...

- Cariño- habla la mujer en un tono morbosamente acaramelado-, ¿sabes qué día es hoy?

El agente, incrédulo, salpica a la mujer con su mirada:

- Es martes, pero qué tiene de particular?

- Sabía que lo olvidarías...¡te odio!- exclama la irascible dama, al tiempo que se dirige al baño con intenciones de encerrarse.

- ¡Eso es!- grita el agente, ignorando por completo lo ocurrido- iré a consultar al doctor Monroy; él me ayudará. Sale disparado.

- Doctor- ya frente a él, ¿quién podría... qué tipo de persona sería capaz de cometer un robo semejante?

El doctor Monroy, eminente psicoanalista, responde después de haber sido puesto en antecedentes:

- Bueno, a mi juicio, existen dos posibilidades. Por un lado, puede tratarse de un simple ladrón al que, viéndose impedido en la ejecución de un robo normal, algo a lo que podríamos denominar esencia o un alto grado de responsabilidad como cleptómano, obligó a llevar consigo un sucedáneo del objeto original del robo, o sea, del dinero, el que por una extraña casualidad, resultó ser la referida tira de boletos. Por el otro lado, nos encontramos con una persona ajena a la profesión pero que, sabedora del contenido de la tira, conducida por motivos especiales, ha tratado de impedir que nos enteremos de algo siniestro que en lo futuro cubrirá nuestras vidas y cuyo conocimiento las paralizaría en el presente.

-Bien- declara el agente con el rostro entre las manos-, del primer tipo descrito por usted, las probabilidades de encontrar al culpable se extienden tanto como al infinito; pero del segundo, ¿qué probabilidad de hallarlo existe?

- Pues...- manifiesta el doctor mientras revisa algunos papeles de su escritorio- creo que también las probabilidades se reducen a dos. O se trata de un hombre que odia con profusión a nuestros semejantes, tánto como para que el ser el único testigo de la obscura suerte que se nos avecina le regocije en un grado extremadamente sádico, o por el contrario, trátase de un sujeto en la plena cumbre de la filantropía, para quien la divulgación de lo que sabe que sucederá constituya un atentado para la vida que tiene que continuar normalmente. Por lo tanto, busque usted a un beato o a un demonio, o sencillamente ya no busque más.

III.

Suena el teléfono.

- Señor, aquí Márquez, reportándose. Nada todavía.

- Márquez, dígame, ¿en qué lugar estaría usted si odiara profusamente a la humanidad?- inquiere el agente secreto.

Después de algunos instantes silenciosos, el ayudante responde:

- En un hotel...

- ¡¿Por qué en un hotel?!- pregunta rabioso el investigador.

- No lo sé, señor, sólo creo que estaría allí.

- ...Y si la amase; si amase salvajemente a los hombres, ¿dónde se encontraría?

- ...Probablemente en algún banco o en el subterráneo, fungiendo quizás como vigilante...

- ¡Claro- ruge el agente-, lo tenemos; espéreme en la estación Azul del subterráneo, en media hora!

En el lugar convenido, Márquez, junto a su jefe, declara:

- Perdone si me equivoco, pero por teléfono me pareció oírle decir que ya sabía quién es nuestro hombre.

- Así es, compañero, sígame.

Llegan a donde el guardia.

- Ya está bien, es inútil el seguir fingiendo- el agente le habla al policía, fascinado con sus propias palabras-, usted es el culpable. ¡Entrégueme esos boletos!

El policía permanece estupefacto. Márquez, más sorprendido aún, pregunta:

- Jefe, ¿cómo pudo saberlo?

- Sencillo, Márquez, deduciendo, aunque no negaré que usted contribuyó bastante. Para no complicarle las cosas, sólo le diré que, desde un principio, algo me pareció muy sospechoso. Fue lo referente a la amenaza que el guardia hizo al asaltante. Dando por descontado que le dejó escapar sin dispararle aun cuando aquél no hubiera consumado el robo, siendo que desde la distancia y por la mala calidad de la iluminación del lugar, el policía no podía distinguir qué era lo que el ladrón arrebataba de las manos de la empleada de la taquilla; tal amenaza, según la declaración de la empleada, fue formulada antes de que el ladrón hiciese el menor intento de robo, lo cual significa que el uniformado sabía que el asaltante, antes de iniciar su actividad como tal, iba a proceder y los nervios le hicieron precipitar su accionar; y si descartamos que las facultades de clarividencia sean parte de las características psíquicas del policía aquí presente, nos queda una única explicación: el policía es cómplice del ladrón.

- ¡Sorprendente! ¡Absolutamente sorprendente! Le felicito, jefe.

Al terminar de decir esto el ayudante, el guardia del subterráneo, quien quizás no había querido reaccionar hasta no estar seguro de haber sido realmente descubierto, corre hacia el andén. Los investigadores, alarmados, le siguen. El policía saca de una bolsa de su chaqueta los codiciados boletos, mirando con ojos desorbitados a sus perseguidores. Se impulsa y salta a las vías, buscando internarse en el túnel. Hace lo mismo el agente secreto, pero queda paralizado por el grito de su ayudante:

- ¡Jefe, suba, el convoy ya está ahíii!

En efecto, el carro de mando emerge de la boca del túnel y con titánica furia arroja al indefenso policía a las paredes de la vía contigua. El agente secreto salva el pellejo mediante un salto tan magnífico que desconcierto con su obesa figura. Reposa en el suelo y controlando el horror grita:

- ¡Rápido, Márquez, los boletos. Recoja los boletos!

Los carros del tren se interponen entre los investigadores y el desfigurado resto del policía. Se abren las puertas . Las gentes salen y un espantoso mundo de murmullos invade el ambiente. Márquez llega al otro lado, desciende a las vías y ante la anónima curiosidad de los espectadores que a través de las ventanas del tren le miran, recoge la tira. Antes de examinar su contenido, voltea hacia donde un grito le inquiere:

- ¡Márquez, ¡qué dice ahí?!

El ayudante regresa a los boletos, y con innecesaria astucia, lee de atrás para adelante:

- Laugi- áriug...es...o...

- ¡¿Qué es eso, es alguna clave?!- grita con desesperación el agente.

Márquez aborta su proyecto y adoptando una lectura convencional, lee:

- Igual... todo...- se detiene- ¡Dios mío, qué espantoso!

- ¡Qué, Márquez, qué dice!

- Dice: todo seguirá igual...

EPÍLOGO

Noche de luna llena. El agente secreto entra a su casa pretendiendo ignorar la cáustica verdad que le amarga. Su mirada se mantiene perdida.

- Mi amor- se dirige a su mujer-, ya recordé qué día es hoy.

- ¿De verdad?- la dama corre hacia él, secándose las manos.

- Sí- la abraza-, celebremos...

valentina
Enviado por valentina em 24/09/2007
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