Recuerdos de Infancia

Los recuerdos de infancia son aquella memoria que permanecerá hasta el fin de nuestros días. Por lo menos ahora, que ya pasé los cincuenta años, todavía tengo muy presentes algunos de ellos. De ahí que puedo recordar los días de Kindergarten con mi tenida de veintiuno de mayo, desfilando por mi escuela, con el pantalón corto azul marino y mi chaleco celeste, sin dejar de mencionar mi cabeza pelo corto y mi copete engominado.

Mi calle era de tierra. Vivía a dos cuadras sobre la plaza de mi querido puerto de Coquimbo. Desde mi casa podía ver los botes de la Caleta, la playa Changa, los restos del barco enterrado en la arena, y si me esforzaba un poco, por encima de los techos mirando hacia la izquierda, podía divisar el muelle y los barcos que atracaban en el malecón del puerto. Las grúas eran esas jirafas grandes que paseaban por el muelle y levantaban cosas que luego bajaban dentro de unos boquerones que tenían los barcos en la cubierta de ellos. Desde la calle llegaba la bulla de los niños que jugaban una pichanga (1), junto a los perros que intervenían robándose la pelota de trapo o mordiéndoles las canillas como desquitándose de algunos que gustaban de darles pedradas. Desde la plaza llegaba el ruido de los vehículos y las campanadas de la Parroquia San Pedro. Eso me hacía recordar que a un costado de la Iglesia estaba el kiosco de don Luchito que era no vidente, y también el estacionamiento de los taxis, lujo de ese tiempo, ya que la gente que usaba locomoción lo hacía en buses de Ferrocarriles del Estado, para desplazarse localmente y también hacia la vecina ciudad de La Serena.

La vida para mí era tranquila, salvo cuando ocurrían algunos raros incidentes, como cuando entraron a robar a mi casa una noche que quedamos, mis hermanas y yo, a cargo de una empleada, habiendo salido mis padres al cine. Cuando mi hermana mayor se dio cuenta que algo pasaba me despertó y luego a la empleada, pero ésta siguió dormida a pesar de los remezones de mi hermana y de las risotadas de los ladrones que disfrutaron de una tranquila velada en la cocina hasta que llegaron mis padres.

Otro incidente fue cuando me comí un tarro de Milo (2), pero eso fue más un accidente que me produjo una fiebre con delirio y un encuentro cercano del tercer tipo con avistamiento de pequeñas naves espaciales de colores entrando por el tragaluz de mi dormitorio.

Como dije, la mente de un niño transforma toda realidad. Así fue como una vez que salimos con la Donilia, ella nos mostró como sacar dulces de una enredadera que colgaba de la barranca de una casa cercana a la nuestra. La Donilia vivía en la misma cuadra que nosotros, muy querendona de mis hermanas y era unos cuatro años mayor que yo. Aquella vez, ella sacaba una flores azules con centro blanco como trompetitas, y adentro de ellas, decía, tenían un dulce como masticable. Creo que yo probé algunas, pero no pude dar con las que ella probaba, porque las mías eran muy desabridas. Quedé muy desilusionado. Después ella nos llevó más arriba hacia el cerro por una escalera larga desde donde se divisaban los patios de las casas colindantes. La Donilia me gritaba que apurara el paso ya que yo, ensimismado en mis preguntas sin respuestas, me quedaba atrás.

—¡Apúrate, que te va a salir el diablo!— gritaba.

Yo seguía con mi paso lento y ella, con mis dos hermanas de la mano, iba unos cuantos escalones más adelante.

De pronto me detuve para ver una cueva alargada que había al interior de uno de los patios. Era un espacio grande que había fuera de esa cueva. Un lugar ideal para jugar sin tener que andar con aventuras tan cansadoras como subir y subir... ¿hacia donde?. Ni siquiera sabía por qué tenía que seguir los pasos de esa niña... ¿quién la mandó?

—¡Te va a salir el diablo, apúrate!

Y no fue más. Un sonido extraño, jamás oído por mí, entraba aterradoramente por mis oídos. Yo no atinaba a nada, no tenía reacción, hasta que de pronto me sobrevino el descontrol total. Mi grito rajándose en la garganta y destrozando mis oídos. Nunca había visto el diablo y allí estaba saliendo desde la oscura cueva. Las patas y el cuello rojo; un pedazo de carne colgando por sobre la nariz. El diablo avanzaba hacia el centro del patio y en algún minuto iba a verme. Mi grito sonaba eternamente y no podía quitar la vista de aquel monstruo. La Donilia dejó a mis hermanas y bajó corriendo hacía mí. Mi ángel salvador, justo cuando esa maligna forma giraba hacia mí y se esponjaba anchando su cuello rojo, abriendo sus alas y su abanicada cola negra.

—¡Es un pavo, tonto! ¡No llorís!— me consolaba la Donilia. Y me tomó de la mano de vuelta a casa.

FIN

1 Fútbol callejero, de barrio

2 Mezcla de leche con cacao